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«Es como llevar una mochila llena de piedras que pesa más cada año». Así narra su calvario un joven universitario que sufrió una agresión sexual en Buñol cuando tenía ocho años. Sentía culpa, miedo y hasta vergüenza por creer que había hecho algo malo, y por eso decidió no contar a nadie su sufrimiento.
Tras 14 años de silencio, la víctima se armó de valor y acudió al cuartel de la Guardia Civil de Buñol para denunciar los hechos que le atormentaban. Quería cerrar su herida, quería evitar que el pederasta agrediera a más niños y quería apoyar a otras víctimas para que se atrevan a denunciar.
«Cuando supe que mi agresor estaba en contacto con menores, y se habían recibido quejas de algunas niñas, entendí que mi silencio ya no era mío: era un arma que él usaba para seguir dañando. Si yo no hablaba, ¿quién lo haría? Era mi responsabilidad evitar que otros menores sufrieran lo que yo he sufrido. No podía quedarme callado sabiendo que otros niños estaban en peligro», afirma el joven de 23 años.
La última vez que vio a su agresor fue en una actividad del colegio concertado de Buñol donde estudiaba. «Él apareció para colaborar en el evento. Recuerdo muy bien la sensación de miedo, angustia y asco. Veía cómo no solo estaba en contacto con adolescentes, sino también con niños más pequeños. Esa misma tarde le conté algo a una compañera, pero no me atreví a decir que yo era una víctima. Solo le advertí que él era peligroso», recuerda el estudiante universitario.
Fue la primera vez que rompió su silencio al impactarle que su agresor estuviera con niños en un lugar que debería ser seguro: un colegio. «Él acudía todos los años con motivo del festival de Navidad, las Fallas o la ceremonia de final de curso. Nunca entendí por qué tenía acceso libre al colegio una persona que no trabajaba allí», asegura la víctima.
Tenía la esperanza de que no hubiera más víctimas, pero en 2023 se enteró de que podría haber más casos cuando habló con el rector del colegio. El joven le pidió que prohibiera al pederasta entrar en las instalaciones escolares, y tuvo que contarle su secreto para que entendiera el motivo.
El sacerdote le dijo entonces que habían recibido «quejas» sobre el sujeto de unas niñas que no eran alumnas del centro. Este hecho fue determinante. «Dejó de ser una cuestión personal, pasando a ser un peligro al que estaban sometidos otros menores y que no podía consentir. Mi agresor ha estado durante estos años en contacto con muchos niños», señala con indignación.
Sus peores temores se confirmaron poco después de que la Guardia Civil iniciara una investigación. Dos menores habían denunciado en 2014 al mismo individuo, porque había mantenido conversaciones sexuales con ellas a través de WhatsApp, y les había enviado incluso fotografías obscenas. La agresión sexual que sufrió la víctima cuando tenía ocho años «no era un hecho esporádico», según la Guardia Civil.
El joven entiende el miedo, la vergüenza y la confusión que puede sentir una víctima de abusos sexuales. «Es normal sentir parálisis como si hablar fuera más aterrador que guardar el secreto, pero a las víctimas hay que decirles que no están solas. Lo que les pasó no fue su culpa, ni entonces ni ahora. Denunciar no solo es un acto de valentía hacia ti mismo, sino también hacia otros que podrían estar en riesgo», reflexiona en voz alta.
«Si el peso del silencio te ahoga hay que buscar a alguien de confianza, un amigo, un familiar, un profesional, y empezar a contarle, aunque sea una parte. No hay que hacerlo todo de golpe. Cada palabra que sueltas es una piedra menos en esa mochila invisible que cargas», añade la víctima.
Y aconseja presentar denuncia, aunque sea años después, para liberarse del castigo psicológico que impone el agresor. «Nuestra voz puede ser el escudo que proteja a otros», dice con firmeza. A veces solo con contarle a un amigo lo que pasó «ya es un primer paso para quitarte la opresión que el secreto y el agresor ejercía o ejerció sobre ti», afirma el joven. «No importa cuánto tiempo haya pasado: tu dolor merece ser escuchado, y la verdad, reconocida», agrega.
A los padres y madres de posibles víctimas les recomienda observar, escuchar y hablar. Los niños no siempre tienen palabras para contar lo que les pasa, pero su comportamiento puede ser un signo silencioso de que algo no va bien. Cuando un menor está más retraído, tiene cambios de humor bruscos, evita a personas o ciertos lugares o muestra conductas regresivas (como miedos inexplicables o rechazo a actividades que antes disfrutaba) puede que esté sufriendo abusos sexuales. «Hay que preguntarle con calma, sin presionar, y creedle si se abre», apostilla el joven universitario.
También pide especial atención en entornos como piscinas, vestuarios públicos y actividades extraescolares. En su caso, la agresión sexual tuvo lugar en una de las duchas de la piscina municipal de Buñol, y el pederasta aprovechó un momento de vulnerabilidad: el niño tardó más que el resto del grupo en cambiarse y se quedó el último en el vestuario.
«No dejéis a los niños solos en estos espacios, acompañadles o aseguraos de que hay supervisión adulta de confianza. Si vuestro hijo tarda más de lo habitual al cambiarse o ducharse, comprobad que todo está bien. Los agresores buscan situaciones de aislamiento y aprovechan estos escenarios», afirma la víctima.
El joven insiste en que es bueno hablar sobre su cuerpo y lo que es un contacto inapropiado, y explicarles a los niños que pueden contar a sus padres cualquier cosa sin juicios. «Mi agresor se aprovechó del secreto y la vergüenza para asegurarse mi silencio. Romped ese círculo», recomienda.
El pederasta de Buñol «ha estado durante años en contacto con menores» en el colegio concertado, la parroquia, el teatro, las fallas y un gimnasio del pueblo. «Si vuestro hijo o hija ha frecuentado estos entornos, aunque ya sea mayor, tened una conversación y si sospecháis algo, actuad: buscad ayuda profesional y denunciad», pide el joven.
Los hechos que traumatizaron a la víctima ocurrieron en 2010. Quince años después, el Juzgado de Menores número 2 de Valencia condenó al pederasta Jesús S. G. a cuatro años de internamiento en régimen cerrado, y otro año de libertad vigilada. Con ánimo de satisfacer sus deseos lúbricos, el inculpado se dirigió al cubículo de ducha donde se encontraba el menor, se puso frente a él para impedirle la salida y le preguntó si quería jugar un poco. El niño le contestó que no, pero el adolescente lo agarró con fuerza del brazo y lo llevó a otra ducha más alejada de la puerta, donde le obligó a ponerse de cara a la pared.
La víctima se quedó bloqueada y obedeció, ya que el violador le doblaba la edad. Tras cometer la agresión sexual con penetración, el joven le dijo: «Esto no se lo puedes contar a tus padres, ¿me lo prometes?». Y antes de irse le recordó que los niños buenos «cumplen sus promesas».
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